Por raro que suene, un teatro no necesita luminarias sino camaleones. ¿Piensas que me he vuelto definitivamente loco? Yo creo que todavía no lo estoy, aunque les corresponde a ustedes evaluarlo. De momento, déjenme unos párrafos para explicarme, y luego que cada uno saque sus propias conclusiones. ¿Les parece?
Si aman el teatro y la ópera, aman sus colores, sus texturas, sus matices. Si les gusta la danza o cualquier otra disciplina escénica, estoy seguro de que se habrán enamorado de esas sutiles atmósferas que envuelven a los intérpretes, de los pequeños detalles que enriquecen cada puesta en escena y de las sublimes escenas aderezadas, a veces magistralmente, por los artesanos que están detrás de cada diseño, de cada obra, de cada montaje. Yo también me enamoré de su trabajo tras las bambalinas. Aprendí la importancia de montar calles laterales, les copié la técnica para trabajar el corte o la difusión y me acostumbré a convertir los cicloramas en un modo de vida. Hay tanto para disfrutar dentro de un teatro, que las horas se te pasan volando y, cuando sales de la sala, en cierto modo te despiertas de un bonito sueño, al que por fortuna puedes volver al día siguiente.
Pero todo cambió cuando llegó el LED. Mientras los compañeros del “rocanrol” se adaptaban sin problema a la nueva tecnología imperante, los viejos artesanos del teatro preferían el tungsteno. Tenían sus motivos. Las luminarias LED eran sin duda el futuro gracias a sus bajos consumos y la eliminación de gelatinas, pero ellos nunca se adaptarían si eso significaba decir adiós a las maravillosas mezclas de color que habían aprendido a trabajar tras años y años de estudio. Yo pensaba como ellos, y por eso rechazaba para mis obras cualquier cosa que no llevase lámpara de filamento y filtro. Y a pesar de que me habían demostrado lo buenas que eran ciertas luminarias LED, todo parecía insuficiente cuando llegábamos al color. “Demasiado LED para mi gusto”, decíamos la mayoría de nosotros.
Ya nos habíamos sentido engañados con las lámparas de descarga. Necesitaban tanta ventilación que si las usabas en escena era imposible escuchar a los actores. Y luego estaban, claro, los horribles colores. ¿Cómo íbamos a aceptar esos cicloramas de colores lavados, a los que era imposible dar uniformidad y que cambiaban de apariencia a medida que se consumían las horas de vida de las lámparas? Era sin duda inaceptable, y más aún cuando, escondidos en el almacén de cualquier sala, podíamos encontrar unos proyectores de PC, unos recortes o los fresnel de toda la vida.
Pero estaba claro que con aquella manera de pensar no íbamos a ningún sitio. ¿Qué éramos los teatreros, sino camaleones? ¿Acaso no éramos capaces de transformar cada espacio por pocos recursos que tuviéramos? Nosotros habíamos creado, tras más de un siglo de ensayo y error, aquella magia del color que el público identificaba con sentimientos, recuerdos, ilusiones. Como los camaleones, nos fusionábamos con los colores haciéndolos nuestros. Y claro, nos gustaba iluminar como siempre se había hecho, pero también nos dábamos cuenta de que no tenía sentido seguir tirando toneladas de cable, ni usar aquellos enormes dimmers que fallaban constantemente, ni perder días enteros limpiando aparatos. Los jefes del teatro se habían cansado de nosotros y ya no nos pagaban los filtros, aunque los viejos se quemasen. Y cuando había que comprar lámparas nuevas, nos miraban como si pidiésemos oro.
Nosotros éramos camaleones, sí, y exigíamos a nuestras luminarias lo mismo. Queríamos que nuestras luces consiguieran crear los azules nocturnos de un 183 (“Moonlight blue”), los dramáticos rojos de un 27 (“Medium red”) o esos pasteles cálidos que sólo te da un 147 (“Apricot”). Y cuando empezamos a ver en los escenarios aparatos LED RGBW como el SGM P-5, no nos quedó más remedio que reconocerlo: sus colores son excelentes. No sólo podemos recrear a través de DMX lo que tanto nos ha costado conseguir con filtros, sino que ahora también podemos añadir colores nuevos a nuestra paleta. Esos turquesas de ciénaga, por ejemplo. O esos intensos azules metálicos que, por primera vez, nos permiten cubrir el escenario entero sin tener que montar decenas de luces.
Un P-5 no necesita dimmer externo, pero cambia de color con la misma suavidad. Si no nos gusta la curva, podemos cambiarla. Y además, no pretende cambiar tu forma de iluminar: si quieres cortar la luz, tienes viseras, y si quieres darle difusión, usas el portafiltros. Al traer incluido un soporte plano, ya no es necesario adaptarle una peana para montarlo en el suelo. Puedes montar cuatro P-5 donde antes montabas un solo 2Kw.
¿Y qué pasa con los cicloramas? Para eso tienes los Q-7, que son magia pura en distancias cortas. Apertura máxima, color uniforme mediante mezcla RGBW y DMX inalámbrico. Por si fuera poco, P-5 y Q-7 usan el mismo tamaño de filtro y los mismos accesorios. Y lo mejor de todo: no hace falta limpiarlos. Nunca.
Entonces te das cuenta de que aparatos como el P-5 y el Q-7 de SGM son camaleones, pero camaleones LED. Y eso es, precisamente, lo que necesita el teatro: nuevos camaleones que se adapten al oficio de siempre.